Messi, el cisne negro que se convirtió en ave salvadora. Fernando Gonzalez

La Argentina tiene la cantidad suficiente de problemas internos y un poco más. Tiene doce millones de pobres, tiene un déficit fiscal de cinco puntos de su PBI, no puede producir toda la energía eléctrica que consume ni abastecer con cloacas y agua potable a la mayoría de sus habitantes. Sin embargo, el alma de millones de argentinos se fue anoche detrás de esa celebridad planetaria que es Lionel Messi y de una decena más de muchachos que cargaron con la responsabilidad de clasificarnos al Mundial de Fútbol.
Los mundiales tienen dos componentes bien diferentes. Uno económico, que involucra a empresas de primera línea como Adidas, Coca Cola o YPF, que financian el éxito o el fracaso de equipos como el argentino. Es un universo en el que se mueven líderes políticos de potencias como Vladimir Putin (el hombre orquesta del Mundial de Rusia en 2018), hombres y mujeres de negocios que compran y venden jugadores por millones de dólares, y dirigentes de primera línea que a veces traspasan los límites de la ley para lograr sus objetivos. Que lo digan sino los managers de la FIFA que fueron presos (y algunos todavía están en prisión) por el afán de obtener ganancias desmedidas en tiempo breve.
El otro es un componente pasional. Un desborde de sentimientos que complica a la mayoría de los países que aman el fútbol y provoca en la Argentina explosiones de consecuencias impredecibles. Eso es lo que sucedió anoche justamente. La posibilidad tan cercana de quedarnos fuera del Mundial puso al país adolescente al borde de una taquicardia colectiva. Y el esforzado triunfo ante el débil Ecuador transformó ese aire de tragedia inminente en un desahogo que barrió de un soplo con todos los fantasmas.
Ninguno de los problemas de la Argentina se terminaron con los tres goles de Messi. Pero el triunfo y el pasaje asegurado al próximo Mundial representan una cuota de alivio para una sociedad de pesimismo fácil, además de un premio consuelo al jugador que ha ganado todos los trofeos posibles con el poderoso Barcelona pero que no pudo coronarse ni en la Copa América ni en el Mundial de Brasil con la camiseta argentina. Una circunstancia injusta para un muchacho dedicado, respetuoso y que ha aceptado cada convocatoria a la Selección sin quejarse. Vio pasar a directores técnicos pasajeros y a dirigentes impresentables. Y allí está, dispuesto a una nueva revancha en el máximo torneo del circo romano moderno que es el fútbol.
Anoche celebramos todos el triunfo argentino y la revancha módica de Messi. Hasta el presidente, Mauricio Macri gritó su hazaña junto a varios de sus colaboradores en la Quinta de Olivos. Seguramente aliviado porque, en un contexto electoral favorable como el que avizora el Gobierno para el 22 de octubre, la eliminación del Mundial era la única variante que no podía controlar. Ningún éxito futbolero puede convertir una elección en un éxito o en un fracaso. Pero lo saben todos los políticos. No es lo mismo para cualquier oficialismo enfrentar las urnas con el ánimo social alicaído por una derrota que hacerlo con el pecho inflado y el talante optimista que otorga un triunfo.
Messi era, sin saberlo y sin provocarlo, el cisne negro que podía inquietar al universo del poder en la Argentina. Pero el final de la historia esta vez fue diferente. Porque fue un epílogo feliz. Como en sus mejores noches, voló alto, más alto que los tres mil metros de Quito. Y se convirtió en el ave salvadora de un país que suele perderse en las tormentas de sus emociones violentas y de su memoria frágil.